Max Ernst, The Virgin punishing the Infant, 1947
Arrebato en la distancia, quizá esta sea, entre otras posibles, la indicación del poeta para sobrevivir en el misterio del amor. Quien ama, como quien muere, sólo puede vivir fuera de sí, en otros cuerpos y en otros rostros, amparado si se quiere en una pura deriva que nunca es destino, mucho menos verdad, sino fascinación y demora. Aquí habría que detenerse, más sólo por un momento. Dejar que advenga aquella pregunta que nos hace trastabillar, una y ota vez. ¿ Por qué la fascinación?
Fascinar; verbo que proviene, en su acepción latina, del verbo fascinum ; encantamiento, embrujo, hechizo. La historia de esta palabra también nos provee de otra clave para continuar el desvío. Fascinum designaba el nombre del amuleto en forma de falo, de suma utilidad para curar el mal de ojo. Algo fallaba en la mirada, que debía permanecer recta e imperturbable, y frente a esta falla, provocada siempre por la intrusión de lo extraño — poco importan aquí los géneros— a quien se le atribuía toda clase de vicios y errores, el correctivo fálico. Texto que funciona como sinécdoque de una historia saturada de trascendencia y trasmundos, demasiado humana, en la que aún nos encontramos empantanados.
Objeto extraño y seductor que aparece para violentar unos ojos demasiado acostumbrados a la claridad, ¿acaso no intentamos hacer pie para hablar de lo mismo, es decir, de lo que continuamente se nos oculta y escapa ?
Uno nuestras caras / en los cuerpos que vibran cerca. Intentamos enunciar algo sobre la poesía, la mujer, por oposición a la verdad y a la rectitud. Perimetrar un territorio abierto para no despeñarnos en el caos, lugar fascinante tanto para el amante inexperto como para el filósofo dogmático, ambos enredados en la dulce telaraña de lo sublime. El poeta nos ofrece, en su escritura fragmentada, el hilo delgado para construir la salida del laberinto, desocultando el rostro femenino de la verdad, que no se adecúa porque nunca es. Que atraviesa la piel de un cuerpo enamorado, a través de los muros y la sombra, sin dejar de obstaculizar aquello que fascina.
*
Me alzo
a la altura de tus ojos.
Crezco de a poco
en el silencio,
con el latido de mi sangre
y sobre el rumor de la piedra y el viento,
uno nuestras caras,
en los cuerpos que vibran cerca
y que nos miran,
acá y en nuestro lecho.
Por la piel
a través de los muros y la sombra.
( Miguel Ángel Bustos )
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