sábado, 7 de abril de 2018

PARTITURA SUTIL. SOBRE NATALIE BOOKCHIN





 y a su manera
va a iluminar su propio camino a la pena

sin saber que esta forma de dolor
es compartida, innecesaria
y política

ADRIENNE RICH




“Mi intervención pretende evidenciar nuestra condición algorítmica, cómo llegamos a ver y  a saber lo que hacemos a través de esta mediación” dice Natalie Bookchin,  videoartista norteamericana, en una entrevista reciente. Dicha condición algorítmica, tendencialmente totalizante, escandida a partir de la pregunta intempestiva sobre el valor de lo que decimos, hacemos, pensamos y decidimos hacer visible en las redes sociales, recorre la mayoría de sus últimos trabajos presentados en lo que es su primera exposición retrospectiva comisariada por Montse Romaní, que actualmente puede visitarse en La Virreina Centre de la Imatge (Barcelona). En el trabajo y las reflexiones de Bookchin, las redes sociales, videoblogs y plataformas sociales de intercambio de datos funcionan como el auténtico tejido de maya, visibleinvisible, que se extiende sobre nuestras existencias precarias, empobrecidas, sobre  sus ritmos, movimientos, tonalidades y derivas. El algortitmo, en tanto manual de instrucciones fragmentario, cuyos axiomas se presentan como infinitamente recombinables, procede a intentar organizar los nudos de este tejido mediante asociaciones lineales y selectivas, orientadas hacia la transformación de los datos y de los cuerpos y discursos que producen estos datos, en valor económico y rentabilizable. Esta es la utopía BigDatista, vehiculizada por las grandes  corporaciones del (mal) llamado capitalismo inmaterial (Google, Apple, Samsung, etc.). Diagrama que, huelga decirlo, de inmaterial tiene muy poco dado que sus efectos sobre los cuerpos y las vidas son de una naturaleza muy concreta, específica y localizada. Es este trabajo de selección, singularización y desmitificación sobre una materia virtual y evanescente el que sitúa la hiperpoliticidad[1] de la obra de Bookchin



Y bien, frente al poder del algoritmo y del código binario, siempre queda un resto, una voz cuya melodía se vuelve disonante, que interfiere en los flujos y les hace algo de ruido, que deshilacha sus nudos para dejar pasar otras melodías, intraducibles. Es sobre ese trasfondo intraducible que Bookchin organiza su poética de investigación, composición y producción. Una hebra partisana, destituyente e interruptiva recorre sus últimas realizaciones, con el fin de poner en jaque la estela enredada de los mitos que nos gobiernan. En sus trabajos expuestos no es el poder ni sus representaciones el punto de mira  por excelencia,  sino más bien el magma volátil y ambivalente de significados, discursos, palabras, sentidos, deseos que le ofrecen a este poder, fractal y aparentemente acefálico, una consistencia provisoria, al mismo tiempo que le abren tajos, resisten sus codificaciones y huyen de sus capturas, dejando entrever otros modos posibles de componer y de hacer- mundo. El estallido de la perspectiva, hasta volverla coral y anónima,  la pobreza[2] –de las imágenes y de los cuerpos que aquí toman la palabra- son los vectores privilegiados para hacer pasar y hacer visibles algo más que instrucciones, estimulos binarios  y entusiasmadas servidumbres . La imperfección es la cima, escribió alguna vez Yves Bonnefoy, y Bookchin parece hacer de esta línea motivo e inquietud estético-política.


  
 
                                            María Helena Vieira da Silva, L´Atelier á l´harmonium, 1950



El resto, lo sutil, decíamos, eso que queda por fuera de la  gubernamentalidad biopolítica, capacitista y precarizadora, y que no se deja atrapar ni enredar demasiado, se vuelve protagonista de esta sugestiva partitura. En Long Short Story (2016), mediometraje en el que Bookchin entrevista a una gran cantidad personas habitantes de albergues para indigentes, asistentes a cursos de alfabetización para adultos y a centros de capacitación profesional en California, interrogándoles sobre sus pensamientos, experiencias, vivencias y sentires sobre la pobreza, uno de sus entrevistados dice, con una modulación restallante y conmovedora, “a veces somos como cangrejos metidos en un pozal, unos van tirando abajo a los otros”. Otra habitante parece responder, casi al borde del llanto o del silencio, que así no hay salida, que deberíamos reunirnos. Las intimidades expuestas en estos materiales sitúan un agudo problema, nuestro, al que planta cara Bookchin: el de politizar los malestares y compartir el dolor mediante el tejido de situaciones polifónicas, en las cuales los cuerpos se enuncian y toman posición desde su propia afectación[3] –no víctimizante ni demandante de nuevas tutelas. Buscar y encontrar salidas colectivas, en medio de una guerra transversal –de clases pero también de experiencias y de afectos- que muchas veces empuja a la atomización y a la construcción de soledades y socialidades desérticas y despobladas




Escribía Gilles Deleuze, en ese libro siempre inacabado y fascinante sobre Nietzsche, que trágico es aquel modo de vida, aquella perspectiva que puede dramatizar –es decir dar oído, voz, cuerpo, escritura- a una experiencia y a un modo de existir, con sus ritmos particulares y ambivalentes, sin patologizarlo. Una forma de estar en el mundo multiple y multiplicante, que puede ir más allá de los afectos tristes –refugios últimos de cualquier poder- para reactivar conjunciones y alianzas impensadas. En este punctum es donde parece querer situarse Bookchin, y donde su apuesta nos resulta tan cercana como imprescindible



[1] Hiperpoliticidad situada asimismo por el llamado, en todas las composiciones de Bookchin, a una escucha empática e interpelante, tanto como a la reflexión y la discusión sobre las condiciones de (auto)percepción, (auto)visibilización y (auto)exposición de los cuerpos que aparecen en escena. En este horizonte, la pregunta por las posibilidades de trazar distancias, impasses colectivos frente al imperativo de movilización y de capitalización constante de la vida nos resulta urgente y central

[2] Imagen pobre que, en palabras de Steyerl, está sujeta a una tensión y a una ambivalencia a continuar explorando. Territorio inestable de interferencias, cortocircuitos y hackeos.,  por un lado dicha imagen opera contra el valor fetichista de la alta resolución. Por otro lado este es el motivo por el que acaba perfectamente integrada en un capitalismo de la información que prospera en lapsos de atención cada vez más comprimidos. Ver más en Steyerl. H., Los condenados de la pantalla, Caja Negra, Buenos Aires, 2012

[3] Afectado, nos dice Amador Fernández-Sávater, es quien y quienes, en una situación de crisis, límite, no admiten que le sean arrebatadas ni las palabras, ni las preguntas, ni las decisiones sobre sus modos de hacer y de vivir. Construyen así lo que se denomina una política del cualquiera, a distancia de cualquier experticia o liderazgo, entramada mediante urdimbres transversales, colectivas y al alcance de todxs. Ver más en Sávater-Fernández, Amador, Fuera de lugar. Conversaciones entre crisis y transformación, Acuarela & Machado, Madrid, 2013