jueves, 13 de diciembre de 2018

EL OLEAJE QUE AÚN RESPIRA – APUNTES SOBRE LOCOLECTIVO (I)






“A aquellos que trabajan, para quienes <<no va nada de suyo>>,

próximos a lo Real –lo contrario  de aquellos que llamé
hace un momento <<sirvientes>>- se los podría llamar
<<obreros del Colectivo>>. Su primera función sería ser los
<<barrenderos>>, a fin de destapar las avenidas con atascos
imaginarios, las relaciones de prestancia de no sé cuales
intereses imaginarios, lo que alimenta la inercia”[1]



Toda escritura, toda lectura pueden valorarse por los encuentros, por las sublevaciones que estimulan y propician. En este caso, el de Jean Oury, se trata de asistir al proceso de una escritura y de una transmisión –medio-decir entre la práctica ecosófica del psiquiatra, la voz serena del enseñante y su posterior y muy delicada transcripción textual- que se hacen hoy, años vista,  cuerpo y conjuro reverberantes contra un agresivo deseo de orden, proliferante de un rincón a otro del planeta. A dicha necropolización en curso Oury le opone una conmovedora expresión –LoColectivo- con la que tituló el seminario que dictó en la Clínica Saint-Anne durante los años 1985-1986.  LoColectivo: expresión que funciona -y no solo en este texto- como una especie de insistente password para descifrar y liberar futuros apenas visibles. Mantra que puede oirse sutilmente en cada marcha, en cada encuentro, en cada pequeña sublevación. Declinado aquí –tirada de dados mediante- en el modo neutro -degenerado, anónimo e inapropiable.  Expresión que logra funcionar –proceso, lo sabemos, cargado de reversiones, dificultades y sutilezas- como nido de otros posibles, excesivos, necesarios. LoColectivo, entonces: infinita riqueza abandonada. Palabra-amuleto que día tras día nos decimos e inventamos para poder seguir relanzando la promesa de una vida deseable, en común, y no despeñarnos por el precipicio del odio y la desesperación, a los que muchas veces nos empuja la precariedad y la brutalidad vueltas única escena. Frágil balsa sobre la cual transitar tiempos de agujeros negros y catástrofes inminentes. ¿Cómo hacer?



Un principio o pista: Hay una subyacencia… en todo cuerpo individual y colectivo hay algo que resta después de los cálculos, las obsesiones, las negociaciones, los pequeños compromisos cotidianos. Una hebra que siempre queda por fuera del tejido. Observar ese fleco suelto, seguirle el rastro. Es una decisión, dice Oury, dejarse guiar por la subyacencia, por aquello que se dispone en la superficie sin dejar de resistirse a ser totalmente visto, nombrado, devorado. LoColectivo: ni slogan ni bandera. Más bien ocasión siempre abierta de volver más cercano, de dar tiempo y de amar lo que ya está ahí, pulsando nuestro querer vivir. De fertilizar con ese poderoso humus nuevos espacios de existencia, que nos abriguen en nuestras junturas pero también en nuestras soledades.  Porosos y hospitalarios para con los múltiples reinos que habitamos y que nos rodean. ¿Singularidad?


                                                    Fernand Deligny - Lignes d´erre (1969-1979)



En LoColectivo se amasa y se fragua a fuego lento, un poco a tientas, una apuesta política, terapéutica y sensitiva de altísima intensidad. Las intensidades centellean, se hacen su propio lugar en la lectura conversada y en una escucha que no por oscilante es menos atenta y experimental. Apuesta que es también la de un saber-hacer con los ecos –esos bálbuceos mínimos que sostienen el trabajo de una vida- y los trazos de historia que permanecen entre las ruinas de un pasado que no deja de reaparecer entre esos ecos, ni de solicitar todo intento de clausura o de banalización. En este sentido acompañar la deriva del psiquiatra-brujo a través de su propia constelación polifónica, que anuda diversos nombres, instituciones y procesos (los ´68, La Borde, Guattari, Tosquelles, las reformas psiquiatricas, la promesa de la autonomía, un cierto orgullo loco) es también la gloriosa posibilidad de volver a encontrar en ese trenzado algo de aire y de fuerza para alimentar nuestros desafíos presentes. Enlazar provisoriamente esos nudos siempre insepultos que yacen en la voz y en la escritura de Oury, y que invitan a explorar y a dar lugar a sus resonancias actuales, es una tarea no solo de interpretación o de exégesis crítica, sino de puesta en uso y de relectura politizante.



Considerar LoColectivo como una suerte de caja negra intentando ver de entrada qué hay en suerte, cuáles son los efectos y cuáles son deseables, dice y escribe. La suerte, el deseo, los efectos. Como en aquel poema de Miguel Hernández[2], “tres heridas” que constituyen LoColectivo en tanto territorio de potencias nunca seguro ni garantizado, a la intemperie y en constante peligro de captura y neutralización. LoColectivo siempre está en peligro: de allí su poderosa ambivalencia y dificultad. LoColectivo es difícil, claro -¿quién no lo ha experimentado alguna vez?-  porque existe una enorme y sofisticada maquinaria dispuesta a trocear y a reticular ese espacio frágil, germinal, y a producirle todo tipo de dobles envenenados (ver sino su “marketinización” a través de la proliferación de comunidades-marca…). Aquí son necesarias  disposicionalidades, modos de estar y de habitar en estado de vigilia (no necesariamente vigilantes), cuidadosas para con estas tres heridas elementales, sin las cuales LoColectivo se pierde en alucinaciones imaginarias, en mitos de clausura que redundan –es lo más habitual- en sacrificios y catástrofes. LoColectivo nos habla aquí del desastre – de las manías y los demonios, del circular sin astros ni cabezas, como dice cierta etimología- abjurando de cualquier pulsión depuratoria. Es más bien, y ante todo, gentileza: presencias amables para con lo que siempre subyace del otro lado de lo explotable.



Y es que una práctica gentil resulta imprescindible para respetar la dimensión de oposición y desacuerdo inherente a toda función-colectivo. Para que esa zona inestable hecha de azares, deseos, efectos libres pueda acoger y fertilizar los mundos que pugnan por emerger.  Mucho de cierta “eficacia” –no ligada al programa sino más bien al ensayo y, sobre todo, al error-  del pensar-hacer colectivo se juega, dice Oury, en esta poiesis compleja, signada por el respeto al otro en su distancia y en su dimensión de misterio y opacidad. Derecho a la inclusión y a la deserción, al reconocimiento pero también al anónimato. ¿Democracia por venir?




[1]  Oury, J. -  Lo Colectivo. Psicopatología institucional de la vida cotidiana – Xoroi Ediciones – Barcelona- 2016



[2] Con tres heridas viene: / la de la vida, / la del amor / la de la muerte” (Miguel Hernández, Cancionero y romancero de ausencias, 1938)


domingo, 27 de mayo de 2018

DISFUNCIONAL : POLÍTICO *


Bien, entonces, comenzar por lo más frágil y disfuncional, el poema



No hay que echarse a morir
Hay que echarse a vivir serenamente.
Debes ir y poner tu huella digital
sobre lo más sólido
Después brindar con el borrón de ti mismo
sin cuenta nueva en el espejo
en el bar de la esquina
Después marcharte con el portazo único
de tu corazón
por la calle larga
y cerciorarte
que nunca nadie te siga…



Quería comenzar esta conversación con ustedes compartiendo estos versos de Elvira Hernández, poeta chilena, útiles, creo, para desplegar algunas intuiciones e inquietudes que me acompañan desde que recibí la invitación a participar de este festival.  La primera de estas inquietudes, y tirando del hilo vibrátil que nos deja suelto Elvira, es la que me atraviesa al investigar de qué extraña materia está hecha la fidelidad a nuestro querer vivir[1] -al menos a cierto querer vivir- singular e intransferible. Difícil fidelidad, que por momentos se vuelve incomunicable. Querer vivir que muchas veces precisa de una soledad porosa, delicada, dispuesta a ser poblada y habitada. Querer vivir inquieto, en inquietud, que nos vuelve disfuncionales frente a un modo de vida y de estar en el mundo demasiado acelerado, solucionista y depredador.


No hay que echarse a morir / Hay que echarse a vivir / Serenamente escribe Elvira. Serenidad e inquietud, entonces, y quienes intentamos transitar nuestro vivir de un modo funcionalmente diverso, múltiple, portando alguna herida o cicatriz más o menos visible, o no nos adecuamos a la neurotipia y a las emocionalidades más propias del gran depredador, tenemos alguna experiencia de lo que significa ir por la vida un tanto echados. En mi caso particular, la fibromialgia me ha obligado más de una vez a estar echado, a veces durante tiempos prolongados. Echar-se: práctica cotidiana, cuidadosa de la inclinación, hecha de tiempos rotos, necesariamente hetrogéneos, en la cual la decisión entre la verticalidad obligatoria y una horizontalidad impostada, que no se extiende más que para derramarse sobre sí misma, deja de ser lo más importante. De esas mínimas inclinaciones, de esos gestos sutiles, se nos hacen nuestros días y nuestros mundos. De ese echarnos a vivir, también, amigo de las detenciones, los ritmos desfasados, los impasses. Un echarnos a vivir, que cuando logra habitarse con serenidad, es alegre ocasión para inventar y compartir nuevos caminos, pasajes y domicilios provisorios.


Echarse a vivir, decíamos, rumiante, de metabolismos lentos. Devenir un poco esas vacas que todavía pueden observarse de camino a Aragón, que pastan, se alimentan, nos miran sin exigencias, dejándonos ir cuando así lo deseemos. Ir perdiendo, sin temores, lo que nos dicen que es la “forma humana”, lo único que quizás valga realmente la pena perder. Cultivo silencioso de un saber frágil, que descansa sobre sus pliegues y sus fallas, en íntima relación a la enfermedad, es decir, a una situación donde se han perdido las firmezas y los sostenes, situación que no necesariamente resulta o se resuelve en una pura pasividad servil, victimizada, sino en otra disponibilidad, abierta a la potencia de lo inaudito. Nada de escamoteos ni de idealismos simplificadores. ¿Quién, en tiempos de necropolítica globalizada, no está un poco enfermo? ¿No es acaso este nuestro paisaje, en donde las certezas se desvanecen como el polen que cae de las flores y es arrastrado por la brisa, anunciando –vaya, no habría que olvidarlo- la llegada de otra primavera? 



 Marc, Franz, La Vaca Amarilla, 1911


La enfermedad puede ser una invitación, pues, balbuceante, a ´saltar la tapia´ de nuestros encierros y microaislamientos para dar lugar a lo que todavía no existe, o no nos atrevemos a imaginar (un muy otro sentido de la innovación, según planteaba Foucault). Aquello que no puede percibirse ni mucho menos oírse, pero que insiste y no deja de pedir espacio y lugar. Aquello que de pronto y sin previo aviso se abre paso entre nosotras para desorganizar y desarmar nuestras posiciones y nuestras escuchas, demasiado acostumbradas al exceso de estímulos y a la movilización obligatoria, al chillido ruidoso y arrasador. “Hoy preciso de una soledad tan extensa como el mar y tan suave como la espuma que trae con él”, escribíó Fernando Pessoa en su diario. Soledad inquieta, disfuncional, ultrapolítica, si entendemos lo ultrapolítico como aquel impulso al contagio, a un estar-juntas empático, que no deja de prolongarnos en los otros, preservando los  silencios y las distancias. Contrapedagogías del cuidado y de una ternura que se quiere radical, contra los rebaños despóticos y las manadas violadoras y crueles.



La experiencia de un amor, de una enfermedad, un encuentro, un bloqueo existencial, que pone nuestras vidas, nuestras prácticas y nuestras situaciones boca arriba, en estado de precariedad y de asamblea permanente, y nos empujan a ir más allá de la queja y de la funcionalidad sobreadaptada. Politizar esas agitaciones vitales, entonces, hechas de una extraña mezcla de placer y de dolor, de miedo y de impenitente curiosidad, de entusiasmo y de desorientación. Hacer de estas politizaciones motivo de nuestras huelgas por venir. Como en aquel cuadro de Max Ernst, nunca nadie supo ni sabe demasiado bien lo que puede y lo que no puede un cuerpo que insiste y persiste en medio de esos ramalazos.


En una extraordinaria entrevista, Suely Rolnik, escritora, activista y psicoanalista brasilera, advierte sobre la necesidad de construirnos pararrayos[2], para protegernos y sostenernos en medio de las tormentas y las desertizaciones, para atravesarlas sin desbocarnos en el miedo o la desesperación. Si el desierto avanza, y España no es la excepción, necesario es reaprender a caminar, a aliarnos, a transitar y a retornar. No es posible montar un pararrayos ni atravesar las crisis en soledad, nos dice Suely. Necesitamos ir al encuentro de las amigas, invocarlas, convocarlas. El pararrayos sería esa máquina amistosa, objeto-camarada– imprescindible para permanecer de pie, doblado, inclinado o directamente echado –cada una elija- ante los descalabros, los desbandes, acogiendo nuestras disfuncionalidades, sin erigir fortalezas imaginarias ni endurecer la piel.  Al enfriamiento afectivo, que hoy se ha vuelto programa político indiscutible, montarle entonces uno, dos, mil pararrayos, que protejan y preserven nuestras combustiones invisibles. Pararrayos para no dejar de sentir el pulso de los mundos que nos circundan, nos habitan y nos inquietan. Para darles forma y sentido radicalmente diverso y provisorio.


Palabras, objetos, cuerpos-pararrayos. Cobijos colectivos para echarse a vivir en la fragilidad y en la intemperie compartida.


*Texto leído en la mesa "Miradas a la Diversidad Funcional", programada dentro del 1er. Festival Transfronterizo de Creatividad y Discapacidad Diversario, desarrollado en Huesca desde el 23 al 27 de mayo de 2018.


[1] Tomo la expresión de Santiago López Petit, maestro y amigo.
[2]  Ver más en http://www.re-visiones.net/anteriores/spip.php%3Farticle128.html