Bien, entonces, comenzar por lo más
frágil y disfuncional, el poema
No hay que echarse a morir
Hay que echarse a vivir serenamente.
Debes ir y poner tu huella digital
sobre lo más sólido
Después brindar con el borrón de ti mismo
sin cuenta nueva en el espejo
en el bar de la esquina
Después marcharte con el portazo único
de tu corazón
por la calle larga
y cerciorarte
que nunca nadie te siga…
Quería comenzar esta conversación con ustedes compartiendo
estos versos de Elvira Hernández, poeta chilena, útiles, creo, para desplegar
algunas intuiciones e inquietudes que me acompañan desde que recibí la
invitación a participar de este festival. La primera de estas inquietudes, y tirando del
hilo vibrátil que nos deja suelto Elvira, es la que me atraviesa al investigar de qué extraña materia está hecha la
fidelidad a nuestro querer vivir[1]
-al menos a cierto querer vivir- singular e intransferible. Difícil fidelidad, que por momentos se
vuelve incomunicable. Querer vivir que muchas veces precisa de una soledad porosa,
delicada, dispuesta a ser poblada y habitada. Querer vivir inquieto, en
inquietud, que nos vuelve disfuncionales frente a un modo de vida y de estar en
el mundo demasiado acelerado, solucionista y depredador.
No hay que echarse a
morir / Hay que echarse a vivir / Serenamente
escribe Elvira. Serenidad e inquietud, entonces, y quienes intentamos transitar
nuestro vivir de un modo funcionalmente diverso, múltiple, portando alguna
herida o cicatriz más o menos visible, o no nos adecuamos a la neurotipia y a
las emocionalidades más propias del gran depredador, tenemos alguna experiencia
de lo que significa ir por la vida un tanto echados.
En mi caso particular, la fibromialgia me ha obligado más de una vez a estar
echado, a veces durante tiempos prolongados.
Echar-se: práctica cotidiana, cuidadosa de la inclinación, hecha de tiempos
rotos, necesariamente hetrogéneos, en la cual la decisión entre la verticalidad
obligatoria y una horizontalidad impostada, que no se extiende más que para
derramarse sobre sí misma, deja de ser lo más importante. De esas mínimas
inclinaciones, de esos gestos sutiles, se nos hacen nuestros días y nuestros
mundos. De ese echarnos a vivir,
también, amigo de las detenciones, los ritmos desfasados, los impasses. Un
echarnos a vivir, que cuando logra habitarse con serenidad, es alegre ocasión
para inventar y compartir nuevos caminos, pasajes y domicilios provisorios.
Echarse a vivir, decíamos, rumiante, de metabolismos lentos.
Devenir un poco esas vacas que todavía pueden observarse de camino a Aragón,
que pastan, se alimentan, nos miran sin exigencias, dejándonos ir cuando así lo
deseemos. Ir perdiendo, sin temores, lo que nos dicen que es la “forma humana”,
lo único que quizás valga realmente la pena perder. Cultivo silencioso de un
saber frágil, que descansa sobre sus pliegues y sus fallas, en íntima relación
a la enfermedad, es decir, a una situación donde se han perdido las firmezas y los
sostenes, situación que no necesariamente resulta o se resuelve en una pura
pasividad servil, victimizada, sino en otra disponibilidad, abierta a la
potencia de lo inaudito. Nada de escamoteos ni de idealismos simplificadores. ¿Quién,
en tiempos de necropolítica globalizada, no está un poco enfermo? ¿No es acaso
este nuestro paisaje, en donde las certezas se desvanecen como el polen que cae
de las flores y es arrastrado por la brisa, anunciando –vaya, no habría que
olvidarlo- la llegada de otra primavera?
Marc, Franz, La Vaca Amarilla, 1911
La enfermedad puede ser una invitación, pues, balbuceante, a
´saltar la tapia´ de nuestros encierros y microaislamientos para dar lugar a lo
que todavía no existe, o no nos atrevemos a imaginar (un muy otro sentido de la
innovación, según planteaba Foucault).
Aquello que no puede percibirse ni mucho menos oírse, pero que insiste y no
deja de pedir espacio y lugar. Aquello que de pronto y sin previo aviso se abre
paso entre nosotras para desorganizar y desarmar nuestras posiciones y nuestras
escuchas, demasiado acostumbradas al exceso de estímulos y a la movilización
obligatoria, al chillido ruidoso y arrasador. “Hoy preciso de una soledad tan extensa como el mar y tan suave como la
espuma que trae con él”, escribíó Fernando Pessoa en su diario. Soledad
inquieta, disfuncional, ultrapolítica,
si entendemos lo ultrapolítico como aquel impulso al contagio, a un estar-juntas
empático, que no deja de prolongarnos en los otros, preservando los silencios y las distancias. Contrapedagogías
del cuidado y de una ternura que se quiere radical, contra los rebaños
despóticos y las manadas violadoras y crueles.
La experiencia de un amor, de una enfermedad, un encuentro,
un bloqueo existencial, que pone nuestras vidas, nuestras prácticas y nuestras
situaciones boca arriba, en estado de precariedad y de asamblea permanente, y
nos empujan a ir más allá de la queja y de la funcionalidad sobreadaptada. Politizar esas agitaciones vitales, entonces,
hechas de una extraña mezcla de placer y de dolor, de miedo y de impenitente
curiosidad, de entusiasmo y de desorientación. Hacer de estas politizaciones
motivo de nuestras huelgas por venir. Como en aquel cuadro de Max Ernst, nunca
nadie supo ni sabe demasiado bien lo que puede y lo que no puede un cuerpo que
insiste y persiste en medio de esos ramalazos.
En una extraordinaria entrevista, Suely Rolnik, escritora, activista
y psicoanalista brasilera, advierte sobre la necesidad de construirnos pararrayos[2],
para protegernos y sostenernos en medio de las tormentas y las desertizaciones,
para atravesarlas sin desbocarnos en el miedo o la desesperación. Si el
desierto avanza, y España no es la excepción, necesario es reaprender a caminar,
a aliarnos, a transitar y a retornar. No es posible montar un pararrayos ni
atravesar las crisis en soledad, nos dice Suely. Necesitamos ir al encuentro de
las amigas, invocarlas, convocarlas. El pararrayos sería esa máquina amistosa, objeto-camarada– imprescindible para permanecer
de pie, doblado, inclinado o directamente echado –cada una elija- ante los
descalabros, los desbandes, acogiendo nuestras disfuncionalidades, sin erigir
fortalezas imaginarias ni endurecer la piel. Al enfriamiento afectivo, que hoy se ha vuelto
programa político indiscutible, montarle entonces uno, dos, mil pararrayos, que
protejan y preserven nuestras combustiones invisibles. Pararrayos para no dejar
de sentir el pulso de los mundos que nos circundan, nos habitan y nos
inquietan. Para darles forma y sentido radicalmente diverso y provisorio.
Palabras, objetos, cuerpos-pararrayos. Cobijos colectivos
para echarse a vivir en la fragilidad y en la intemperie compartida.
*Texto leído en la mesa "Miradas a la Diversidad Funcional", programada dentro del 1er. Festival Transfronterizo de Creatividad y Discapacidad Diversario, desarrollado en Huesca desde el 23 al 27 de mayo de 2018.