y a su
manera
va a iluminar su propio camino a la pena
sin
saber que esta forma de dolor
es compartida, innecesaria
y política
es compartida, innecesaria
y política
ADRIENNE
RICH
“Mi intervención
pretende evidenciar nuestra condición algorítmica, cómo llegamos a ver y a saber lo que hacemos a través de esta
mediación” dice
Natalie Bookchin, videoartista
norteamericana, en una entrevista reciente. Dicha condición algorítmica,
tendencialmente totalizante, escandida a partir de la pregunta intempestiva sobre
el valor de lo que decimos, hacemos, pensamos y decidimos hacer visible en las
redes sociales, recorre la mayoría de sus últimos trabajos presentados en lo
que es su primera exposición retrospectiva comisariada por Montse Romaní, que actualmente puede visitarse en La Virreina Centre de la Imatge
(Barcelona). En el trabajo y las reflexiones de Bookchin, las redes sociales, videoblogs
y plataformas sociales de intercambio de datos funcionan como el auténtico
tejido de maya, visibleinvisible, que
se extiende sobre nuestras existencias precarias, empobrecidas, sobre sus ritmos, movimientos, tonalidades y
derivas. El algortitmo, en tanto manual de instrucciones fragmentario, cuyos
axiomas se presentan como infinitamente recombinables, procede a intentar
organizar los nudos de este tejido mediante asociaciones lineales y selectivas,
orientadas hacia la transformación de los datos y de los cuerpos y discursos
que producen estos datos, en valor económico y rentabilizable. Esta es la
utopía BigDatista, vehiculizada por
las grandes corporaciones del (mal)
llamado capitalismo inmaterial (Google, Apple, Samsung, etc.). Diagrama que, huelga decirlo, de
inmaterial tiene muy poco dado que sus efectos sobre los cuerpos y las vidas
son de una naturaleza muy concreta, específica y localizada. Es este trabajo de
selección, singularización y desmitificación sobre una materia virtual y
evanescente el que sitúa la hiperpoliticidad[1]
de la obra de Bookchin
Y bien, frente al poder del algoritmo y del código binario, siempre
queda un resto, una voz cuya melodía se vuelve disonante, que interfiere en los
flujos y les hace algo de ruido, que
deshilacha sus nudos para dejar pasar otras melodías, intraducibles. Es sobre
ese trasfondo intraducible que
Bookchin organiza su poética de investigación, composición y
producción. Una hebra partisana, destituyente e interruptiva recorre sus
últimas realizaciones, con el fin de poner en jaque la estela enredada de los
mitos que nos gobiernan. En sus trabajos expuestos no es el poder ni sus
representaciones el punto de mira por
excelencia, sino más bien el magma
volátil y ambivalente de significados, discursos, palabras, sentidos, deseos
que le ofrecen a este poder, fractal y aparentemente acefálico, una
consistencia provisoria, al mismo tiempo que le abren tajos, resisten sus
codificaciones y huyen de sus capturas, dejando entrever otros modos posibles
de componer y de hacer- mundo. El estallido de la perspectiva, hasta volverla coral y anónima,
la pobreza[2]
–de las imágenes y de los cuerpos que aquí toman la palabra- son los vectores
privilegiados para hacer pasar y
hacer visibles algo más que instrucciones, estimulos binarios y entusiasmadas servidumbres . La imperfección es la cima, escribió alguna vez Yves Bonnefoy, y
Bookchin parece hacer de esta línea motivo e inquietud estético-política.
María Helena Vieira da Silva, L´Atelier á l´harmonium, 1950
El resto, lo sutil, decíamos, eso que queda por fuera de la gubernamentalidad biopolítica, capacitista y
precarizadora, y que no se deja atrapar ni enredar demasiado, se vuelve
protagonista de esta sugestiva partitura. En Long Short Story (2016), mediometraje en el que Bookchin entrevista
a una gran cantidad personas habitantes de albergues para indigentes, asistentes a cursos de
alfabetización para adultos y a centros de capacitación profesional en California,
interrogándoles sobre sus pensamientos, experiencias, vivencias y sentires sobre la
pobreza, uno de sus entrevistados dice, con una modulación restallante y
conmovedora, “a veces somos como
cangrejos metidos en un pozal, unos van tirando abajo a los otros”. Otra habitante
parece responder, casi al borde del llanto o del silencio, que así no hay
salida, que deberíamos reunirnos. Las intimidades expuestas en estos materiales
sitúan un agudo problema, nuestro, al que planta cara Bookchin: el de
politizar los malestares y compartir el dolor mediante el tejido de situaciones
polifónicas, en las cuales los cuerpos se enuncian y toman posición desde su propia afectación[3]
–no víctimizante ni demandante de nuevas tutelas. Buscar y encontrar
salidas colectivas, en medio de una guerra transversal –de clases pero también
de experiencias y de afectos- que muchas veces empuja a la atomización y a la
construcción de soledades y socialidades desérticas y despobladas
Escribía Gilles Deleuze, en ese libro siempre inacabado y
fascinante sobre Nietzsche, que trágico es aquel modo de vida, aquella
perspectiva que puede dramatizar –es decir dar oído, voz, cuerpo, escritura- a
una experiencia y a un modo de existir, con sus ritmos particulares y ambivalentes,
sin patologizarlo. Una forma de estar en el mundo multiple y multiplicante, que
puede ir más allá de los afectos tristes –refugios últimos de cualquier poder-
para reactivar conjunciones y alianzas impensadas. En este punctum es donde parece querer situarse Bookchin, y donde su
apuesta nos resulta tan cercana como imprescindible
[1]
Hiperpoliticidad situada asimismo por
el llamado, en todas las composiciones de Bookchin, a una escucha empática e
interpelante, tanto como a la reflexión y la discusión sobre las condiciones de
(auto)percepción, (auto)visibilización y (auto)exposición de los cuerpos que
aparecen en escena. En este horizonte, la pregunta por las posibilidades de
trazar distancias, impasses colectivos frente al imperativo de movilización y
de capitalización constante de la vida nos resulta urgente y central
[2]
Imagen pobre que, en palabras de Steyerl, está sujeta a una tensión y a una
ambivalencia a continuar explorando. Territorio inestable de interferencias,
cortocircuitos y hackeos., por un lado
dicha imagen opera contra el valor fetichista de la alta resolución. Por otro
lado este es el motivo por el que acaba perfectamente integrada en un
capitalismo de la información que prospera en lapsos de atención cada vez más
comprimidos. Ver más en Steyerl. H., Los condenados
de la pantalla, Caja Negra, Buenos Aires, 2012
[3]
Afectado, nos dice Amador Fernández-Sávater, es quien y quienes, en una
situación de crisis, límite, no admiten que le sean arrebatadas ni las palabras,
ni las preguntas, ni las decisiones sobre sus modos de hacer y de vivir.
Construyen así lo que se denomina una política
del cualquiera, a distancia de cualquier experticia o liderazgo, entramada
mediante urdimbres transversales,
colectivas y al alcance de todxs. Ver más en
Sávater-Fernández, Amador, Fuera de
lugar. Conversaciones entre crisis y transformación, Acuarela &
Machado, Madrid, 2013